De pronto, la corrupción ha
estallado, igual que en su día estalló la burbuja inmobiliaria. De un modo muy
parecido. Todo el mundo presentía que la corrupción había engordado tanto,
estaba tan generalizada, abultaba tanto ya, que parecía imposible que siguiera
escondida, sin salir a la luz. Y no es que pareciera, es que era imposible que
siguiera escondida.
Las palabras Gürtel, Bárcenas, Noos
se han convertido en familiares y parece que se adelgazan cuando otras palabras
se superponen a ellas. Las cuentas ocultas de Pujol y su familia, las tarjetas
negras de Bankia, el recién desenterrado caso de los alcaldes de Madrid. A
estas alturas, uno empieza a preguntarse si hay algún político que haya estado
o siga en el poder, que no esté implicado en alguna trama.
Es muy evidente que toda esa
corrupción, más que una red, forma una madeja. Y que si lo estamos pasando tan
mal, no es porque nosotros hayamos vivido por encima de nuestras posibilidades.
Qué lástima. Sino porque todos esos y esas cuyos nombres afloran como
imputados, todos los que seguirán aflorando, ojalá, han estado gastando a manos
llenas, con desconsideración y, por cierto, con muy poco gusto, a nuestra
costa.
La justicia en España es lenta y
sigue enredada en el mismo entramado contra el que está luchando. Demasiados de
estos imputados, antes de caer del todo, se han llevado por delante a jueces
justos. Está bien que afloren todos estos casos, le alegran a uno por un rato
el duro día a día. Estaría mejor que los que tenemos que votar en las próximas
elecciones tomáramos nota y votásemos más con la cabeza, o por lo menos con la
cartera, que con la devoción hacia los mismos de siempre.
Pero aún estaría mejor que los que
ganen cambien de una vez las reglas del juego. Porque la corrupción puede que
sea inevitable, pero las reglas del juego son las que han permitido que hasta
la fecha la corrupción viva de rositas. Estoy seguro de que se pueden cambiar
las leyes para ponérselo infinitamente más difícil de lo que lo han tenido.